Vence quien dura, que diría muchos años después Camilo José Cela traduciendo la máxima latina de Persio. Tengo motivos para suscribirla.
Llevo casado aproximadamente el mismo tiempo que estoy invirtiendo en bolsa: desde el año 1970. Me acuerdo perfectamente de ambas fechas porque de mi viaje de novios volví prematuramente en ambulancia (yo estaba por entonces muy delicado de salud), y porque la pequeña inversión que realicé en bolsa sufrió al poco tiempo un grave deterioro por culpa de la primera crisis del petróleo.
Así que podríamos decir, con toda exactitud, que no comencé precisamente con buen pie ni mi nuevo estado civil, ni mucho menos mi estatus de inversor.
Sin embargo, a pesar de estos inicios tan poco prometedores, en estos 47 años transcurridos desde entonces, tengo que reconocer que —tanto en una experiencia como en otra—, la suerte cambió de signo y me ha deparado muchas satisfacciones y no pocas alegrías. También, por supuesto, algún disgusto, pero el saldo ha sido muy positivo.
Soy muy consciente de que al lector de estas líneas no le interesan en absoluto mis reflexiones matrimoniales, tan irrelevantes como las de cualquier otra pareja de largo alcance, pero a lo mejor sí que puede no molestarle saber qué moraleja he aprendido de mi modesta experiencia inversora.
Como he dicho, comencé a invertir hace mucho tiempo, cuando yo apenas tenía 26 años y unos magros primeros ahorros. Por aquella época no existían en España los fondos de Inversión, por lo que la inversión se tenía que hacer directamente en acciones. Nunca he apreciado la llamada renta fija (nombre muy equívoco como saben muchos afectados), así que toda mi inversión se ha dirigido siempre a la renta variable.
Fui de los primeros españoles que contrató un fondo de inversión cuando aparecieron, aunque entonces estaban limitados al segmento de monetarios. Deseaba ardientemente que llegaran a mi país los de renta variable.
Los primeros tropiezos me obligaron a entender el complejo universo bursátil
Hacia el año 1973, mi inversión valía aproximadamente la mitad del capital inicial (como mi salud, por cierto). Cualquier persona prudente o más madura, probablemente habría recogido velas y habría abandonado el proceloso mar de la bolsa después de este naufragio. Afortunadamente, no tomé esa decisión. Aunque aquel adverso comienzo me desanimó bastante, al mismo tiempo estimuló mi afán de conocimientos y me obligó a tratar de entender ese complejo universo bursátil.
Y así, tras la lectura de sesudos manuales y con la esperanza del irresponsable, mantuve e incluso incrementé mi inversión, confiando en que, pese a la volatilidad, a las crisis y las depresiones cíclicas, la inversión bursátil debía de ser la más razonable y promisora.
Al final, acabaron llegando esos fondos de renta variable, pero me costaba encontrar los que gestionaran a mi gusto. Una vez más, estuve a punto de abandonar. Pero resistí la tentación.
Hasta que un día, casualmente, la esquiva fortuna me llevó a conocer la figura y la labor de un inteligente gestor que se llamaba, y se llama, Francisco García Paramés, a cuyos bueyes até mi carro para, probablemente, el resto de mis días como inversor. Él me convenció de que estaba en el buen camino, y fue la mejor decisión financiera de mi vida.
Y aquí estoy, 20 años después de conocerle, en Cobas, como un fiel y modesto partícipe más. Al igual que me ha ocurrido con la mujer que me acompaña en la vida desde hace tantas décadas, me felicito por haberlo encontrado y haberme “casado” también con este gestor.
La constancia, la paciencia y la fidelidad a una filosofía de inversión son columnas imprescindibles en el “value investing”. El tiempo le ha dado la razón a él, y a mi confianza.
Qui resistit, vincit.
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